martes, 9 de enero de 2007

J.C. Ara Torralba: acerca de la figura, la vida y la obra de Sender:

Razones para un clásico del siglo XX


Juan Carlos Ara Torralba es profesor titular de Literatura
española en la Universidad de Zaragoza. Además de ser
autor de numerosos artículos, monografías y ediciones
críticas acerca de la historia literaria de los siglos XIX y XX
(Del modernismo castizo. Fama y alcance de Ricardo
León, A escala. Letras oscenses, edición de las
Obras Completas de Pío Baroja...), es miembro activo
del Centro de Estudios Senderianos y responsable de
la edición de las Actas El lugar de Sender, así como del
catálogo de la exposición Cartografía de una soledad.
El mundo de Ramón J. Sender.


Uno viene observando, de un tiempo acá, cómo andan asentándose algunas taxonomías aceptables para la localización cabal, en nuestra sinuosa enciclopedia, de los novelistas del convulso siglo pasado. En los días que corren proliferan los inventarios, razonablemente unánimes, y las colecciones que transparentan un progresivo consenso. Comienza el siglo XXI y llega la hora propicia (más una pizca de superstición cronológica) de clasificar, de sugerir especies y clásicos de las formas de escritura de la vigésima centuria. No parece lógica, sin embargo, la tenaz desubicación de la obra y figura de Ramón José Sender Garcés (Chalamera de Cinca, Huesca, 3-II-1901; San Diego, California, 16-I-1982) no sólo dentro del canon occidental sino del más modesto territorio de la historia literaria española.
Algo habrá que decir, sin embargo, de un novelista que no carece de lectores contumaces, de reediciones continuas, de traducciones a un holgado número de idiomas y, paradójicamente, de críticos que una vez sí y otra también señalan al autor de Imán como el cuarto gran novelista español, tras Cervantes, Pérez Galdós y Baroja. No deberían faltar cálculos y razones para tamaña elevación, y se me ocurre que el más sobresaliente de ellos (quizá por ser el de mayor profundidad) pasa por que la escritura de Sender alcanzó a recorrer la realidad de su tiempo con idéntica clarividencia que la de Cervantes y Galdós respecto de los suyos.
Sí, la novelística de Sender es esencialmente recursiva, extensa, ensayística en cuanto que preparado atento a captar los niveles del existir (título de un inolvidable libro de la enealogía Crónica del alba) del hombre del siglo XX. Como tal, a Sender no le faltó el requisito indispensable para ser un escritor de su época: la vocación de modernidad.

Sender manifestó en diferentes ocasiones esta propensión bien en juicios y afinidades electivas, bien en confidencias epistolares y menudas, como las correspondidas con su coterráneo y compañero de exilio Joaquín Maurín.
Conviene reparar en que tal característica, la de probar con solvencia diferentes modos de acercamiento a los niveles, se considera propia de cualquier artista clásico del siglo pasado, desde Picasso a Stravinsky. Ensayó Sender varias fórmulas, y ésta es la causa no sólo de que se hable de un primer o de un segundo Sender, sino también de la desubicación arriba sugerida.
Pero con la vocación no basta para ser clásico, ni siquiera en un siglo en el que poco a poco la apuesta (la propuesta, el gesto original y vanguardista) pareció valor suficiente en la sucesión de ismos y mercados culturales.
Sender añadió a aquella obsesiva voluntad un oficio narrativo sin el cual no se comprende la escritura compulsiva de miles de páginas
(ni tampoco, en similar orden de cosas, la hechura efectiva y la técnica impecable de los cuadros del admirado Picasso). Resultan reveladores, en este sentido, los consejos de veterano autor que Sender insinúa a su amigo Maurín tras haberle enviado éste, candorosamente, el borrador de una obra.

Hablaba allí Sender de confiarle trucos y otras artimañas de carpintería novelera. Un lector de Sender los intuye tras la perfección del
diseño de situaciones, composición y personajes. Desde la distancia crítica de lector no inocente puede intuirse, asímismo, que Sender tuvo su aprendizaje. Fue también mancebo de las letras como lo había sido de farmacia en su juventud, allá por tierras aragonesas y madrileñas. Largas jornadas de ejercicio periodístico (y con seguridad la lectura atenta de algunos maestros como Baroja, en el tono menor y aventurero, y aun Valle-Inclán en el épico-trágico) le adiestraron en el manejo magistral de su mejor arma literaria: la crónica. No debe olvidarse que Sender firmó cientos de artículos y crónicas en La Tierra oscense o en los madrileños El Sol o La Libertad, entre otras muchas revistas (cientos de artículos enviados cumplidamente a la «American Literary Agency» en intervalos precisos y durante años de penoso exilio), y que el título de una de sus obras más justamente afamadas es Crónica del alba. Así, en su indagación de los niveles del existir y de la realidad profunda de su tiempo Sender jamás olvidó los fundamentos documentales, cronísticos y aun reporteros. Todas las novelas de
Sender tienen una especie de grado cero, falsamente simple, de escritura. Hay una historia progresiva, lineal. Jamás falta el suceso.
Ahora bien, sin negar la habilidad de escritura de la ocasión, del sucedido o de la anécdota, el oficio y la vocación de Sender tendieron a trascender la crónica mediante la fundación de otros niveles de significado sobre aquélla; estratos progresivamente míticos, simbólicos; ensayos de explicación globales de la condición humana. Ambas cosas, crónica y alba,
son lo que queda y lo que más atrae de su escritura.

Con aquel bagaje imprescindible, Sender fue superando y asimilando, sucesivamente, el psicologicismo modernista, la crónica sentimental,
el documentalismo tremendo, el expresionismo, el existencialismo y aun el realismo mágico (hasta lisérgico) de sus novelas de madurez americana.
Un poco de todo ello hay en sus obras del largo exilio, y al análisis de tales modos han dedicado los más perspicaces críticos bastantes páginas.
A ninguno de los últimos les falta, claro parece, razón; señaladamente a los que atienden (allende etiquetas que hermanan justamente a Sender con los expresionistas alemanes de entreguerras, con Kafka, con Sartre o Camus, con Graves o Faulkner) los logros propios del que aspira a una vigencia canónica o enciclopédica (el imperativo atemporal) de sus novelas.
Uno de ellos es la tendencia natural de Sender a la mostración épico-trágica de conflictos individuales de un héroe arquetípico. Este aliento teatral suele identificarse con lo que Sender llamaba entrar en situación, y que en el autor de Los laureles de Anselmo pasó por someter a sus protagonistas (siempre solitarios, siempre perseguidos, siempre supervivientes) a encrucijadas
inevitables dentro de la armazón cronística y que dejaban al descubierto la condición más ganglionar (adjetivo tan grato al pensamiento senderiano, siempre atento a los vínculos de unión entre lo material y lo trascendente) o natural del género humano.

Esta obsesión por desenmascarar al hombre y dejarle solo frente a los impulsos más primarios puede detectarse desde Imán (1930) a En la vida de Ignacio More l (1969), y responde a ese designio primitivista y tremendo que recorrió las artes occidentales en el ancho campo cronológico que comprende el tranco 1920-1970, año arriba, año abajo. Propendió Sender a desbaratar las llamadas mistificaciones de la ideología y el arte burgueses mediante la denuncia documental y la trascendencia mítica. Estas inquisiciones se resolvieron en la narrativa senderiana a través de inevitables secuencias de culpa, expiación y violencia, trufadas de regresos a la infancia o de ascensos simbólicos a un mundo angelical y mágico. En Sender, este nivel, esta esfera monitora llegaría a confudirse naturalmente con el refugio en la memoria y en la propia escritura.
Tal vez sea la asombrosa capacidad de fabulación la que termine de explicar el porqué del carácter clásico de una narrativa senderiana que siempre partió del azar de la crónica y del sucedido hacia la lección mítica y consoladora. Y es que sólo los clásicos saben poner en tela de juicio la realidad aceptada; ellos conocen cómo sacudir e inquietar al lector con parábolas que procuran gozo y reflexión, que delimitan una nueva estética e incluso una nueva epistemología que al cabo de los años se entiende como normal o propia de una época pretérita, pero accesible.


Una escritura a lo largo.

El modo compulsivo de la escritura senderiana (que hunde sus raíces en toda una forma de ser y de entender, y que dio a la luz de la imprenta decenas de títulos, entre novelas y relatos breves) ha significado el principal obstáculo de la crítica a la hora de otorgarle un lugar definitivo en el olimpo de las letras contemporáneas.
Como bien indicó un veterano crítico senderiano, el pensamientode Sender nace al calor del tecleo congestionado de la máquina de escribir (más de seis horas –confesadas– de trabajo diario), y no al revés. Quiero decir: la novela senderiana surge en mayor medida del dictado de la letra y del azar de la escritura que discurre que de la ideación apriorística de un plan claro y exacto. Quien creía en el poder exorcizador y suficiente de la escritura, quien al cabo suponía más que una cierta identidad entre vida y literatura, no podía escribir de otra manera. La novela fue el espacio ideal para convocar recuerdos y documentos al hilo de una disposición lineal a la espera de los momentos trascendentes. Para una intensidad desnuda y sin adredes realistas, con niveles más difusos y superrealistas del existir, el curioso senderiano puede acudir a su poesía o a su pintura; para una argumentación original o incluso arbitraria (muy barojiana) de asuntos teóricos y afinidades electivas, léanse sus numerosos ensayos. En cuanto a los que denuncian una escritura desigual en Sender, sin sucesión continua y exclusiva de obras maestras, sería de desear que, por ejemplo, indicasen las similitudes profundas entre dos novelas maestras, el tan intenso y compacto Réquiem por un campesino español y el aluvión cronístico y sentimental de la enealogía Crónica del alba.
O, mejor aún, en Imán (1930), novela primeriza de Sender que asombró en su momento y que todavía nos deja perplejos por su perfección y novedad. En ella muchos han observado ya la existencia de un Sender hecho, el oriente de un novelista que nace maduro.
El éxito de Imán (30.000 ejemplares de tirada en su segunda edición, de 1933) no radicó únicamente en ser una novela de la guerra de Marruecos (el nivel cronístico, la denuncia documental); no podía serlo, a nada menos que nueve años de los sucesos que testimoniaba. De I m á n sedujo la capacidad de creación del primer protagonista solitario y perseguido (el soldado Viance) que Sender eleva del anonimato cronístico (un soldado más del desastre) a arquetipo humano (el héroe inocente que asiste a un espectáculo de horror y tragedia).
Parecidos asuntos se ventilaron en las novelas del periodo republicano. Desfilan algunos h o m b res nuevosque enfrentaban su lugar natural (material y ganglionar) a la violencia hipócrita del statu quo dominante. El anarquista (luego, efímeramente, comunista) Sender utiliza el documental cronístico para la denuncia combativa (Casas Viejas, 1933; Viaje a la aldea del crimen, (1934), pero también la biografía muy al uso del momento (reivindicación ganglionar y una pizca modernista de Santa Teresa en El verbo se hizo sexo, (1932), el relato de lección más urgente e inmediata (Siete domingos rojos, 1932, y O. P. (Orden Público), (1931) y, señaladamente, la fulgurante parábola expresionista (con la sorprendente y premonitoria La noche de las cien cabezas (novela del tiempo en delirio), 1934, y, en parte, con Historia de un día de la vida española, (1935).
De no ser por la quiebra dolorosa que significó la Guerra Civil, la aparición de Mr. Witt en el cantón (1936) hubiera supuesto la consagración definitiva de Ramón J. Sender como novelista nacional. La novela obtuvo, de hecho, el Nacional de Literatura, y miembros del jurado como Pío Baroja no dudaron en aplaudir los méritos clásicos de una novela histórica que se basaba en los episodios de la Cartagena cantonal. Todas las habilidades de carpintería pueden detectarse acá. No carece Mr. Witt, empero, de un recorrido de lectura simbólico sobre el que planean héroes semianónimos, personajes incompletos lastrados por la ideología burguesa caduca, intrigas, violencias y persecuciones. Ingredientes manejados en una topografía asfixiante, existencial, de huis clos.
Justo en medio de la vorágine bélica escribe Sender la novela-reportaje Contraataque (1938) y, al poco, de la maleta migratoria surge la asombrosa El lugar del hombre (1939)reelaborada y retitulada más tarde –1958– como El lugar de un hombre, donde Sender trascendentaliza un suceso real (el «crimen de Cuenca») paraofrecer al lector una de las más hermosas parábolas de la dignidad humana. Ya en América, funda la editorial Quetzal y publica en escaso lapso de tiempo El lugar del hombre, Proverbio de la muerte
(1939), Mexicayotl (1940), Hernán Cortés (1940) y Epitalamio del prieto Trinidad (1942).
De aquellas dos décadas (cuarenta y cincuenta) datan las que se consideran las más atractivas creaciones de Sender. Así, Crónica del alba (1942) es el título que inaugura una portentosa y significativa empresa de reinvención del pasado e i
nquisición del lugar personal, compuesta además por los siguientes ocho títulos: Hipogrifo violento (1954), La Quinta Julieta (1957), El mancebo y los héroes (1958), La onza de oro (1963), Los niveles del existir (1963), Los términos del presagio (1967), La orilla donde los locos sonríen (1967) y La vida comienza ahora (1967).
Si bien se mira, el propósito existencial, naif y alegorizante del escritor que se desdobla en el «Pepe Garcés» de Crónica del alba es muy similar al del Sender alienado en el «Saila» («alias» al revés) de La esfera(1947), reescritura de Proverbio de la muerte, una de las novelas más existencialistas e inquietantes del autor de Imán. La esfera fue lugar propicio para el ensayo alegórico, la mostración simbólica y la perpleja reflexión filosófica del exiliado que trasmutó en escritura expresionista su propia pesadilla personal. Cierta 'desrealización' teatral de la Guerra Civil en favor de una novela de lectura simbólica acompañó la escritura de El rey y la reina(1949), libro también de atmósfera cerrada y sofocante en el que, una vez más, la sucesión azarosa de los acontecimientos forzaba a los protagonistas a una suerte de agonismo desnudo, primitivo, inaplazable.
Fue Sender, con el transcurso de los años y el afianzamiento de una fama literaria ultramarina, progresivamente consciente del exacto lugar desde donde escribía, lo que contribuyó a una construcción mucho más matizada de sus novelas, quizá menos rica en adredes y pretextos inmediatos (el factor crónica), pero de seguro más literaria (reinvención libérrima del fondo sentimental a gusto del que se siente muy cómodo fabulando). Buena prueba de ello es la serie de novelas memorables que comenzaría con El verdugo afable (1952), libro este donde la convocatoria de recuerdos es regocijada y amarga a un tiempo, donde lo que se cuenta y, ante todo, cómo se cuenta, delata la existencia de un narrador juguetón ymordaz, severo y sonriente, malhumorado y bienhumorado según y a gusto. Con todo, el mejor botón de muestra de lo que queremos decir podemos observarlo en Mosén Millán (1953), anticipo del afamado Réquiem por un campesino español (1960). Allí Sender logró que, en último término, todas las virtudes del relato se concentraran en la diestra estrategia del narratario, de tal modo que la lectura resultante pareciese fruto de una memoria colectiva abstracta e incontrovertible. También en Los cinco libros de Ariadna (1957, largo texto anticipado en Ariadna, 1955) el grotesco juicio que otorga apariencia estructural a la novela no es sino ensayo delnarrador juguetón para dar forma a un ajuste de cuentas con cierto pasado personal y con las actuaciones comunistas en la Guerra Civil. Y no olvidemos la adopción del modo de «fantasía dramática» elegido como enmarcación alegórica de Los laureles de Anselmo (1958) .
Estas magnitudes de la fuerte personalidad del narrador se impusieron a nuevas topografías descubiertas por Sender. Nos referimos a América y a la Historia más remota, lugares a donde Sender trasladó naturalmente sus recurrencias temático-estilísticas.
Ya hemos citado que Mexicayotl y Hernán Cortés fueron publicados en la década de los cuarenta, pero veinte años más tarde un Sender maduro los fagocitó en Novelas ejemplares de Cíbola (1961) y Jubileo en el zócalo (1964), respectivamente. A estos excelentes libros de tema americano deben sumarse la excelente Epitalamio del Prieto Trinidad (1942), los cuentos de Relatos fronterizos) (1970) , o incluso la saga humorística –tan denostada por la crítica– de Nancy;La tesis de Nancy (1962), Nancy, doctora en gitanería(1974), Nancy y el bato loco (1971), Gloria y vejamen de Nancy(1977) y Epílogo a Nancy (1984). En paralelo (y aun en tangente) se sitúan unas novelas históricas que, como las contemporáneas de Graves o Yourcenar, procuran una exploración de la trágica y violenta condición humana. Sender penetró libérrimamente en los episodios históricos que le interesaban para hacer de ellos un nuevo deambulatorio de hecatombes, delirios, traiciones, barbaries, heroísmos y chispazos líricos.
A diferentes grados, encontramos un poco de todo ello en Bizancio (1956), Carolus Rex (1963), Los tontos de la Concepción (1963), El bandido adolescente (1963), La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964), Las criaturas saturnianas (1968), Tres novelas teresianas (1967), Las gallinas de Cervantes (1967), Túpac Amaru (1973) y El pez de oro (1976).
Las últimas novelas citadas de la serie abundan, por lo demás, en algunos caracteres propios de la postrera etapa del escritor.
Entre ellos, es muy notable la progresiva tendencia a la creación de relatos (y aun excursos)con sentido profético, un sí es no es apocalíptico. Y es que conforme se fue agotando el fondo sentimental del escritor, y esquilmada la convocatoria medianamente ordenada de fantasmas, obsesiones y recuerdos, Sender convirtió su jardín de escritura en un tíovivo de fantasías de la memoria que menoscabó el sustrato cronístico. Determinados sucedidos no serían sino pretextos para complacientes y regocijados ajustes de cuentas, o bien para inmediatas relecturas en una ensimismada y hermética esfera simbólica. Así hay que leer las novelas ordenadas bajo signos zodiacales y relatos como El regreso de Edelmiro o Chandrío en laplaza de las Cortes (1981). Pero no faltaron tampoco textos de calidad mayor (incluido el premiado En la vida de Ignacio Morel) como la galería de suicidas de Nocturno de los 14 (1969), o renovados recuentos y reelaboraciones tales que El superviviente (1978) y El fugitivo (1976).

Los niveles del existir
Fue Sender a la vez hijo y fugitivo del siglo. Lo vivió y lo escribió extensa, intensamente, siendo esta última actividad clarividencia y exorcismo a un mismo tiempo. Quizá por ello memoria y biografismo se erigen en instancias imprescindibles para comprender gestos e improntas senderianas, y aun en tentaciones para reconstruir positivamente lo que no debería pasar por plana ejecutoria documental sino por parábolas inexcusables de un ciudadano, de un país y de una civilización en continua crisis.
Por descontado, lo que leemos en las novelas de Sender es pura literatura, y lo que le convierte en clásico no es lo que contó, sino cómo lo hizo: la capacidad de transmitir las convulsiones de un siglo con los nuevos y perplejos modos de percibirlo. Sender vio en lo que hay, como lo hicieron Picasso, Kafka, Grass, Faulkner o Borges, porque adoptó la manera más efectiva de captar los diferentes niveles de la existencia. Sender, al cabo, añoró siempre los ojos abiertos e inocentes del niño, el territorio de la infancia, tal vez por haber sido testigo de acontecimientos terribles. Hijo de un administrador de tierras y de una maestra, de pequeño hubo de observar la realidad dura y caciquil del agro aragonés, de sufrir la severidad de un padre dominante. En la adolescencia mostró su carácter irreductible y montaraz, siempre dispuesto a la fuga y al desasimiento suficiente.
Tuvo también sus años de niño bien en la Huesca de 1919-1922, cuando dirigía el periódico comarcano La Tierra, pero el servicio militar en tierras coloniales marroquíes le enfrentó una vez más a una realidad acre y hostil.
De La Tierra pasó a El Sol madrileño, donde ejerció, como sabemos, de sutil croniqueur de lo cotidiano. Su temperamento sedicentemente montañés poco condecía con la calma chicha de la dictablanda, por lo que no sorprende que en los amenes de aquélla se echara al monte anarquista. Estos años, y los subsecuentes republicanos (1928-1936), arrastraron a Sender, como a tantos artistas occidentales, a tomar partido urgente por una solución final redentora. El hombre nuevo. Sender principió de anarquista pero, insatisfecho con los métodos del anarcosindicalismo, vio en la disciplina comunista un método más eficaz para la revolución. Casado con Amparo Barayón y consagrado en enero de 1936 como novelista nacional, Sender podía aparecer a los ojos de un revirado Baroja como un dandy comunista más, remedo del matrimonio Alberti-León. La Guerra Civil, sin embargo, marcaría a fuego en la conciencia de Sender el emblema de fugitivo y superviviente: en pocos meses son fusilados su mujer Amparo y su hermano Manuel mientras él está peleando en el frente; con dos pequeños hijos a cuestas y perseguido por algunos mandos comunistas, comienza un periplo de Saila que termina en tierras norteamericanas. A pesar de su individualismo cerril y de una susceptibilidad epidérmica –y hasta paranoica–, Sender también es un paradigma de artista trasterrado. Tuvo como referencia obsesiva la patria abandonada aunque sin necesidad de frecuentar más grupos de españoles que él mismo. Ciertamente, el solitario Sender del exilio se replegó en su febril escritura, frecuentó su memoria y, según sabemos, convocó una y otra vez los recuerdos y los fantasmas en una suerte de sentimiento de culpa aliviado por la reinvención idealizada de un pretérito progresivamente más abstracto. Tal que sus compañeros de suerte, se las apañó para ejercer de profesor universitario y para colocar, con fortuna, buena parte de las miles de páginas nacidas de su grafomanía. Cuando hubo ocasión de regresar a España, el Sender esotérico de esferas armilares y signos zodiacales no fue entendido en un país que le esperaba como una suerte de imperturbable novelista social y revolucionario; nada más lejos del bregado anticomunista arrepentido (como tantos intelectuales occidentales de renombre) de haber sido compañero de viaje años ha. Desde bastante tiempo antes de la recuperación editorial española (mediados los años 60) Sender estaba muy a gusto reescribiendo en las salas de su memoria personal, en aquella inolvidable biblioteca de Monte Odina, título del libro de 1980.
El placer de leer a Ramón José Sender Garcés no estriba en el reconocimiento de qué personajes reales aparecen en Crónica del alba, como tampoco la fruición de contemplar Las señoritas de Aviñón consiste en la rebusca de fotografías y partidas de nacimiento de las susodichas. La novelística de Sender fue cualquier cosa menos a propósito de algo; por tal razón, la de deambular con suficiencia por los diferentes y plurisignificantes niveles del existir, la reputamos como paradigma de un hijo aventajado del siglo XX.

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